El vencedor - César Vallejo

Un incidente de manos en el recreo llevó a dos niños a romperse los dientes a la salida de la escuela. A la puerta del plantel se hizo un tumulto. Gran número de muchachos, con los libros al brazo, discutían acaloradamente, haciendo un redondel en cuyo centro estaban, en extremos opuestos, los contrincantes: dos niños poco más o menos de la misma edad, uno de ellos descalzo y pobremente vestido. Ambos sonreían, y de la rueda surgían rutilantes diptongos, coreándolos y enfrentándolos en fragorosa rivalidad. Ellos se miraban echándose los convexos pechos, con aire de recíproco desprecio. Alguien lanzó un alerta:
–¡El profesor! ¡El profesor!
La bandada se dispersó.
–Mentira. Mentira. No viene nadie. Mentira...
La pasión infantil abría y cerraba calles en el tumulto. Se formaron partidos por uno y otro de los contrincantes. Estallaban grandes clamores. Hubo puntapiés, llantos, risotadas.
–¡Al cerrillo! ¡Al cerrillo! ¡Hip!... ¡Hip!... ¡Hip!... ¡Hurra!...
Un estruendoso y confuso vocerío se produjo y la muchedumbre se puso en marcha. A la cabeza iban los dos rivales.
A lo largo de las calles y rúas, los muchachos hacían una algazara ensordecedora. Una anciana salió a la puerta de su casa y gruñó muy en cólera:
–¡Juan! ¡Juan! ¡A dónde vas, mocito! Vas a ver...
Las carcajadas redoblaron.
Leonidas y yo íbamos muy atrás. Leonidas estaba demudado y le castañeteaban los dientes.
–¿Vamos quedándonos?  –le dije.
–Bueno  –me respondió– . ¿Pero si le pegan a Juncos?...
Llegados a una pequeña explanada, al pie de un cerro de la campiña, se detuvo el tropel. Alguien estaba llorando. Los otros reían estentóreamente. Se vivaba a contrapunteo:
–¡Viva Cancio! ¡Hip!... ¡Hip!... ¡Hip!... ¡Hurraaaaa!...
Se hizo un orden frágil. La gritería y la confusión renacieron. Pero se oyó una voz amenazadora:
–¡Al primero que hable, le rompo las narices!
–Voy a Juncos.
–Voy a Cancio.
Se hacían apuestas como en las carreras de caballos o en las peleas de gallos. Juncos era el niño descalzo. Esperaba en guardia, encendido y jadeante. Más bien escueto y cetrino y de sabroso genio pendenciero. Sus pies desnudos mostraban los talones rajados. El pantalón de bayeta blanca, andrajoso y desgarrado a la altura de la rodilla izquierda, le descendía hasta los tobillos. Tocaba su cabeza alborotada un grueso e informe sombrero de lana. Reía como si le hiciesen cosquillas. Las apuestas en su favor crecían. Por Cancio, en cambio, las apuestas eran menores. Era este un niño decente, hijo de buena familia. Se mordía el labio superior con altivez y cólera de adulto. Tenía zapatos nuevos.
–¡Uno!... ¡Dos!... ¡Tres!
El tropel se sumió en un silencio trágico. Leonidas tragó saliva. Cancio no se movía de su guardia, reduciéndose a parar las acometidas de Juncos. Un puñetazo en el costado derecho, esgrimido con todo el brazo contrario, le hizo tambalear. Le alentaron. Recuperó su puesto y una sombra cruzó por su semblante. Juncos, finteando, sonreía.
Cancio empezó a despertar mi simpatía. Era inteligente y noble. Nunca buscó camorra a nadie, Cancio me era simpático y ahora se avivaba esa simpatía. Leonidas también estaba ahora de su parte. Leonidas estaba colorado y se movía nerviosamente, ajustando sus movimientos a los trances de la lucha. Cuando Cancio iba a caer por tierra, a una puñada del héroe contrario, Leonidas, sin poder contenerse, alargó la mano canija y dio un buen pellizcón a Juncos. Yo le dije:
–Déjalo. No te metas.
–¡Y por qué le pega a Cancio!  –me respondió, poniéndose aun más colorado. Bajó luego los ojos como avergonzado.
La lucha se encendió en forma huracanada. A un puntapié trazado por Juncos, a la sombra de un zurdazo simulado, respondieron los dos puños de Cancio, majando rectamente al pecho, a las clavículas, al cuello, a los hombros de su enemigo, en una lluvia de golpes contundentes. Juncos vaciló, defendiéndose con escaramuzas inútiles. Corrió sangre. De una pierna de Cancio manaba un hilo lento y rojo. La tropa lanzó murmullos de triunfo y de lástima.
–¡Bravo! ¡Bravo, Juncos!
–¡Bravo! ¡Bravo! ¡Bravo, Cancio!
–¡Uyuyuy! ¡Ya va a llorar! ¡Ya va a llorar!
–¡Déjenlo! ¡Déjenlo!
Volaron palmas. Crujió un despecho en alto.
Cancio se enardecía visiblemente y cobró la ofensiva. De una gran puñada, asestada con limpieza verdaderamente natural, hizo dar una vuelta a la cabeza contraria, obligando a Juncos a rematar su círculo nervioso, poniéndose de manos, a ciegas, contra el cerco de los suyos. Entonces sucedió una cosa truculenta. Un niño más grande que Cancio saltó del redondel y le pegó a este y un segundo muchacho, mayor aun que ambos, le pegó al intruso, defendiendo a Cancio. Durante unos segundos, la confusión fue inextricable, unos defendiendo a otros y aquellos a estos, hasta que volvió a oírse estas palabras de alerta, que pusieron fin al caos y a los golpes:
–¡El profesor! ¡El profesor!...
Juncos estaba muy castigado y parecía que iba a doblar pico. El humilde granuja, al principio tan dueño de sí mismo, tenía el pabellón de una oreja ensangrentado y encendido, a semejanza de una cresta de gallo. Un instante miró a la multitud y sus ojos se humedecieron. El verle, trajeado de harapos, con su sombrerito de payaso, el desgarrón de la rodilla y sus pequeños pies desnudos, que no sé cómo escapaban a las pisadas del otro, me dolió el corazón. Al reanudarse la pelea, di una vuelta y me pasé a los suyos.
Acezaban ambos en guardia.
–Pega...
–Pega nomás...
Juncos hizo un ademán significativo. El verdor de las venas de su arañado cuello palideció ligeramente. Entonces le di la voz con todas mis fuerzas:
–¡Entra, Juncos! ¡Pégale duro!...
Le poseyó al muchacho un súbito coraje. Puso un feroz puñetazo en la cara del inminente vencedor y le derribó al suelo.
El sol declinaba. Había pasado la hora del almuerzo y teníamos que volver directamente a la escuela. A Cancio le llevaban de los brazos. Tenía un ojo herido y el párpado muy hinchado. Sonreía tristemente. Todos le rodeaban lacerados, prodigándole palabras fraternales. También yo le seguía de cerca, tratando de verle el rostro. ¡Cómo le habían pegado!
El grupo de pequeños avanzaba, de vuelta a la aldea, entre las pencas del camino. Hablaban poco y a media voz, con una entonación adolorida. Hasta juncos, el propio vencedor, estaba triste. Se apartó de todos y fue a sentarse en un poyo del sendero. Nadie le hizo caso. Le veían de lejos, con extrañeza, y él parecía avergonzado. Bajó la frente y empezó a jugar con piedrecillas y briznas de hierba. Le había pegado a Cancio este Juncos...
–Vámonos  –le dijo Leonidas, acercándose.
Juncos no respondió. Hundió su sombrero hasta las cejas y así ocultó el rostro.
–Vámonos, Juncos.
Leonidas se inclinó a verle. Juncos estaba llorando.
–Está llorando  –dijo Leonidas. Le arregló el estropeado sombrero y le asentó el pelo, por sobre la oreja, donde la sangre aparecía coagulada y renegrida. 

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