"Historia de un cañoncito".
Según Palma no ha habido peruano que conociera bien su tierra y a los hombres de su tierra como don Ramón Castilla. Para él la empleomanía era la tentación irresistible y el móvil de todas las acciones de los hijos de la patria. Estaba don Ramón en su primera época de gobierno, y era el día de su cumpleaños (31 de agosto de 1849). Corporaciones y particulares acudieron al gran salón de Palacio a felicitar al supremo mandatario. Se acercó un joven a su excelencia y le obsequió, en prenda de afecto, un dije para el reloj. Era un microscópico cañoncito de oro montado sobre una cureñita de filigrana de plata: Un trabajo primoroso; en fin, una obra de hadas. El presidente agradeció, cortando las frases de la manera peculiar muy propia de él. Pidió a uno de sus edecanes que pusiera el dije sobre la consola de su gabinete. Don Ramón se negaba a tomar el dije en sus manos porque afirmaba que el cañoncito estaba cargado y no era conveniente jugar con armas peligrosas. Los días transcurrieron y el cañoncito permanecía sobre la consola, siendo objeto de conversación y de curiosidad para los amigos del presidente, quien no
se cansaba de repetir: "-¡Eh! Caballeros hacerse a un lado... , no hay que tocarlo..., el cañoncito apunta..., no sé si la puntería es alta o baja ..., no hay que arriesgarse... , retírense... , no respondo de averías.. ". Y tales eran las advertencias de don Ramón, que los palaciegos llegaron a persuadirse de que el cañoncito sería algo más peligroso que una bomba o un torpedo. Al cabo de un mes el cañoncÍto desapareció de la consola, para ocupar sitio entre los dijes que adornaban la cadena del reloj de su excelencia. Por la noche dijo el presidente a sus tertulios: ¡Eh! Señores ya hizo fuego el cañoncito... , puntería baja poca pólvora..., proyectil diminuto... ya no hay peligro... examínenlo". Lo que había sucedido es que el artífice del regalo aspiraba a una modesta plaza de inspector en el resguardo de la aduana del Callao, y que don Ramón acababa de acordarle el empleo. La tradición finaliza con una moraleja en la que Palma manifiesta que los regalos que los chicos hacen a los grandes son, casi siempre, como el cañoncito de don Ramón. Traen entripado y puntería fija. Día menos, día más. iPum!, lanzan el proyectil.
se cansaba de repetir: "-¡Eh! Caballeros hacerse a un lado... , no hay que tocarlo..., el cañoncito apunta..., no sé si la puntería es alta o baja ..., no hay que arriesgarse... , retírense... , no respondo de averías.. ". Y tales eran las advertencias de don Ramón, que los palaciegos llegaron a persuadirse de que el cañoncito sería algo más peligroso que una bomba o un torpedo. Al cabo de un mes el cañoncÍto desapareció de la consola, para ocupar sitio entre los dijes que adornaban la cadena del reloj de su excelencia. Por la noche dijo el presidente a sus tertulios: ¡Eh! Señores ya hizo fuego el cañoncito... , puntería baja poca pólvora..., proyectil diminuto... ya no hay peligro... examínenlo". Lo que había sucedido es que el artífice del regalo aspiraba a una modesta plaza de inspector en el resguardo de la aduana del Callao, y que don Ramón acababa de acordarle el empleo. La tradición finaliza con una moraleja en la que Palma manifiesta que los regalos que los chicos hacen a los grandes son, casi siempre, como el cañoncito de don Ramón. Traen entripado y puntería fija. Día menos, día más. iPum!, lanzan el proyectil.
Resúmenes de obras famosas. Guillermo Delgado.
1 comentarios:
muy lendoO me gusta demaziado :)
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